Anochece en París, la gente corre
a esconderse de la opacidad nocturna buscando el resguardo de sus hogares, van
achicados, encogidos por el frío, frotándose las manos y acercándoselas a la
cara buscando el calor interior del aliento.
Montmartre, cuna de los artistas que
surgen de entre los portales buscando componer la melodía más intensa,
improvisándole nuevos colores al mundo o escribiendo emocionantes textos en los
que reflejar los días y las noches de su tiempo. Es el barrio donde se mezclan
beatas y pintarrajeadas prostitutas, si te dejas llevar y callejeas, las ideas
campan a sus anchas esperando ser apresadas.
París cada noche se reinventa
inmersa en su mejor momento artístico, la realidad de los sueños diurnos
encienden las luces de Pigalle a los pies de la colina, siempre a punto de
echar a volar con las inmensas aspas del Moulin Rouge con las ilusiones que
cobran vidas en forma de cabarets, óperas y teatros…
Empieza a envolver el barrio una
densa niebla y al final del callejón se adivina una silueta femenina que corre
a la puerta trasera del Moulin, alta y delgada va enfundada en un abrigo de
piel falsa hasta los pies. Golpea secamente la puerta y alguien abre desde
dentro, la entrada más lúgubre y con menos glamour es la que recibe cada noche
a las estrellas, esas que iluminarán más tarde la cara de los espectadores, la
ilusión del Moulin Rouge, la ilusión vestida de marabúes rojos, cancanes,
plumas de colores y medias de rejilla, la ilusión maquillada de falsas lentejuelas
sobre tacones de vértigo. La ilusión disfrazada de prestado acaba de llegar al
Moulin Rouge, con la intención de iluminar los corazones y el alma de quien se
deje seducir por sus encantos, al otro lado de la puerta donde el mundo cambia
de color.
Se oyen risas y cuchicheos sobre
un sofá color Burdeos, tres mujeres que estallan en carcajadas y son acalladas
por una voz de mando, comentan como ha ido la semana, la que parece mayor se
repasa los labios rojo carmín, se despiertan a la segunda voz -¡¡cinco minutos
y a escena!! chocan entre ellas y se ayudan con el vestuario, se miran al
espejo y empiezan los primeros acordes al piano. Tos, voces y carraspeos, y a
escena bajo los estragos de los malos hábitos, la noche pasa factura, afonía,
ojeras… el piano sigue sonando.
Ya se oyen algunas voces asiduas
al local, el murmullo de la entrada va subiendo de volumen hasta convertirse en
la entrada de las estrellas.
Lola sigue en su minúsculo
camerino, mal ventilado donde siempre huele a húmedo, ya se ha quitado su
roñoso abrigo largo y con dedos ágiles trata de asegurarse el recogido, mientras entrena sus músculos
faciales con extrañas muecas frente al espejo. Se enfunda unos largos guantes
de raso negro hasta más allá de sus codos. Siempre se había sentido insignificante
y ahora desde hace unas semanas se siente importante, sus ojos brillan con luz
propia, su cuerpo y sus bailes han cautivado al público, sus delirantes movimientos
la han hecho famosa, las fachadas de Montmartre y Pigalle están tapizadas de
carteles animando a pasar la velada bajo su embrujo. Pero muy al contrario de
lo que ella pensaba esta fama ha provocado que aún se sienta más sola, los
celos entre bambalinas son penetrantes y arañan con uñas de esmalte carmesí. Lola
ya no es sólo una bailarina del Moulin, ahora es una obra más.
Una obra más de Lautrec el
artista de la “belle Epoque”, el retratista que hace de lo sórdido algo bello y
del mundo de la noche su “leit-motive”, el primer cartelista de la historia y
que usa lo provocativo para hacer algo distinto. Ahora ella adorna las calles
de París y lo es gracias a él, a Toulouse, plasmando sobre un lienzo su esencia
y dándole vida.
Como cada noche él está ahí, ese
hombre minúsculo, acomodado en la misma silla de siempre, donde poder observar
sin ser visto. Él las ha convertido en estrellas de cabaret, son sus bailarinas
y cada noche toma notas de sus movimientos y acumula cientos de bocetos y
esbozos.
Ahora el piano suena con más
fuerza, mientras Lola se abre paso por el centro, los focos reflejan los rasos
y las lentejuelas. Sus largas piernas se estiran en movimientos imposibles y
sus giros embriagan hasta el aire del local. Algunos la animan y la acompañan
con sus voces, la temperatura del local va subiendo inexorablemente, alcohol, música
y baile cobran vida y el pintor observa cada detalle, olvidándose por un
momento de aquél cuerpo, ese maravilloso cuerpo que hace que la sangre le
bombee con fuerza en sus sienes, ese amor que le sale a borbotones por cada
poro de su piel. Esta noche quiere acompañar a Lola a casa, sólo con su
compañía le vale, después en su estudio le dará unas pinceladas y recuperará el
encanto de la noche, o puede que decida beberse el mundo, que cuando la vida no
es del color que uno quiere es mejor verla borrosa.
(soñado y escrito a solas, bajo
el embrujo de la música.. cuando terminó de sonar el último acorde y dejé de
escribir miré mis manos y sonreí al percatarme que estaban enfundadas en unos
largos guantes negros..)
Hemingway no fue el único en caer rendido ante los encantos de París, Picasso, Cortázar y Oscar Wilde fueron cautivados por su belleza, su historia y sus artes. Me ha embrujado tu magnífico episodio Ana de un París bohemio en el que se mezclaban el lujo y la decadencia, me ha encantado.RSS
ResponderEliminarRSS gracias por el comentario, creo que pocos son los que no caen rendidos a los encantos de Paris y si, hoy en día, sigue siendo una de las cunas del arte!!! Comme j'ai l'aime, Paris!!!
EliminarCuanto tiempo y ha valido la pena. Buenisimo Ana me he sumergido en el Paris de la época que chulo. La frase final como siempre sorprendente. Felicidades de nuevo.
ResponderEliminarComo me gusta ver a los asiduos a mi blog, muchísimas gracias Juan un placer que te vayas pasando por aquí !!!
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