-¿Quieres que demos un paseo y desayunamos
juntas? Hoy aún es pronto y luego ya vamos a ver a tu padre- propone mi madre
colocándose sobre sus cansados hombros la chaqueta.
Acepto. Busco en el armario un
conjunto ligero y cómodo, el día va a volver a ser largo. Deposito el camisón bajo
el cojín de la cama para que aguarde mi llegada por la noche, y salimos a la calle.
Ya no hace tanto frío y las terrazas empiezan a estar repletas de gente que beben
despacio su primer café con leche. Hay quienes necesitan sentirse rodeados, como
nosotras en este momento, andamos en silencio, mi madre lleva pantalones que se
mueven monótonos con su andar cansado, en su rostro hay una mezcla de ternura y
desolación. Inhalamos la brisa que trae el Tibidabo, hay rostros que
encontramos en el camino, algunos nos conocen, otros nos han olvidado. Nos
sentamos en una mesa frente al parque y pedimos, mientras oímos los coches
circular a nuestra espalda. Aunque ha intentado que no la acompañe en estos días,
agradece que haya optado pasarlos con ella, abrazando su soledad, deposita su
mano suave en la mía. Acostumbro a decirle a menudo que la quiero, pero ahora
no viene a cuento y le dibujo una sonrisa.
Le pregunto sobre el sesenta y nueve,
ella concentra la pregunta en un murmuro. Fue el año en que nací yo, aquel
instante que cambió todo: su cuerpo, sus proyectos, sus prioridades y pensamientos.
Mi hermano y yo, dice, fuimos la plenitud ante el vacío de proyectos que jamás
pudo llevar a cabo, ¿Hasta dónde somos capaces de querer a alguien?
Mi madre se convierte en diosa cuando
ruego su voz y acaricia mi cabeza. Ahora vuelve a ser mi madre, porque esta
acariciando mi corazón con su compañía, no al contrario como ella cree. Somos
dos almas que sin hablar sabemos lo que piensa la otra casi antes de empezar, ella
es como una hada que escapa de las plumas de mi almohada y me trae estrellas
que perdí en sueños.
Mi madre es como una niña que
olvidó crecer y proyecta su juventud frente al espejo cuando dan las doce. Es
como el corazón de una fruta madura que solo puedes percibir bajo su amurallada
fortaleza. Su olor, una fragancia que me ha asaltado en mis noches de insomnio,
y que sólo se deja ver entre la mitad de la puerta escondida de su luz. La que ha
esperado mi llegada sea la hora que sea y ha advertido mi sufrimiento cuando le
esquivaba la mirada. Ella, que ha abierto los cerrojos y siempre olvida cerrarlos,
porque una madre siempre está ahí, aunque tu no quieras, discreta y silenciosa.
Cuando digo que la quiero, ella
lo repite cinco veces más. Y siempre sabe hacerme conocer los espejos para que
yo vea que esconden trampas; porque no siempre sacan defectos. Ella idealiza mi
futuro adhiriéndolo al suyo, porque teme que yo me pierda algo, pero sabe que jamás
me he ido del todo, hay trocitos de mi que tendrá siempre.
Acaricio su mano y apoyo la
cabeza en su hombro, creo que ha llegado ese momento en el que hoy soy una
madre para la mía propia. Nos hemos perdonado las batallas, y no hemos dudado
nunca en decirnos lo que no nos atrevíamos a formular a otro.
-¿Vamos ya a ver a papá?-
pregunto
-Sí, ya debe estar esperándonos –
susurra.
La ayudo a ponerse en pie, froto
su brazo con la manga de mi jersey. Hoy ha tocado compartir silencio para
arroparnos con los recuerdos.