Como
cada día ella salía al encuentro de las calles, por eso cuando apenas hacía
unos minutos que el sol había aparecido se ponía un vaquero gastado, una camiseta
cualquiera, un cinturón en la cadera, se subía a unas botas bien altas y dejaba
caer su pelo rizado sobre los hombros.
Recorría los callejones con olor a sofrito y clausura, a puertas cerradas y humedad. Ella lo abrigaba con su perfume a lavanda y la soledad de esos pasillos parecían florecer a borbotones.
Le importaban entre poco y nada las miradas de las vecinas del pueblo y las incisiones que esos ojos querían provocar, ya estaba acostumbrada. Ella extremaba y cacareaba sus movimientos hasta su destino y pasaba sumida en su mundo, tarareando alguna cancioncilla.
Alguna de las que cantaba su madre lavando al sol, cuando aún los días los
contaba para ir al colegio, esa tierra abarrotada de hojas de tabaco y pequeñas
casas gastadas, donde aún sus gentes amaban el sol de las mañanas y sus mujeres
no conocían lo que eran las calles perdidas y desiertas de flores.
Ella y su piel cubana, desdibujaban las tristezas ajenas a su paso al son de sus canciones.