Como
cada tarde la taberna del viejo puerto mantiene ese ambiente enrarecido de
caras arrugadas al sol de viejos lobos de mar.
Los
asiduos juegan a cartas en la mesa frente a la ventana y Anton, con su eterno caliqueño
pegado a los labios, observa ensimismado las cartas, lejano a la partida,
mientras se toma su segundo vino. Su mujer y el matasanos de su médico han
pretendido que deje sus puritos y los vinos pero él no les ha hecho ni caso:
-Tengo
setenta y nueve años -ladra cada vez que le tocan el tema- de algo tendré que
morirme. Así que, qué mejor si me voy harto, ¡vamos! Y seguía fumando, bebiendo
y comiendo lo que le daba la real, porque a Anton Andrade nadie le decía lo que
podía o lo que no podía hacer, faltaría más...
El
sonido de un vaso puesto bruscamente sobre la mesa lo saca de su atontamiento,
en la mesa sus contrincantes se ríen de algún comentario, mientras Anton pide el
tercero de la tarde a Ramón con un intercambio de gestos cordiales, e intenta concentrarse
en la partida, que por ciento está perdiendo y que es tan aburrida como
siempre, así que vuelve a abstraerse en sus pensamientos.
Porque
claro cuanto más viejo se hace uno más se empeña la vida en quitar todo lo
bueno: el tabaco, el alcohol y lo más importante le quitaron el mar, su querido
mar, porque alguien iluminado decidió que era demasiado viejo para seguir
faenando y que lo mejor para todos era que se quedara en tierra ¡viejo! ¡ni
hablar! Cuando le dejaron de secano aún estaba fuerte como un roble, podría
haber seguido navegando bastantes más años, hasta el último día de su vida si
le hubieran dejado. Pero no, así lo habían decidido y lo jubilaron sin poder
negarse siquiera.
Ahí
estaba Anton, en el puerto, el día que el barco, su barco volvía a salir a la
mar sin estar él a bordo. Su despedida del capitán y sus compañeros fue corta
por evitar la emoción que iba cada vez a más, con su caliqueño apagado en los
labios y la gorra echada hacia delante para intentaba ocultar las lágrimas que
lidiaban por salir. Después, observando como se alejaba el pesquero en el que
había vivido tantísimo años, se sentó en el amarradero y no impidió que sus
lágrimas bajaran por sus mejillas.
El
mar había sido su vida y sin él no sabía qué camino seguir. Su punto de
referencia había desaparecido, su centro de gravedad… desde entonces no había sabido encontrar nada
que le ayudara a no seguir desmoronándose.
-¡Leches
Anton, que te duermes hombre! – le riñe Pepe dando un golpe en la mesa que hace
que las cartas salten y el resto se ríen cuando Anton, sobresaltado, da un
respingo en la silla. Él también ríe y aprovecha para pedir otro vino, ese vino
que el matasanos y su mujer, con la mejor voluntad del mundo, le querían
quitar, le había echado un cable a soportar el paso de los años sin navegar, le
despintaba la tristeza, se sentía mejor y, sobre todo el motivo real por el que
se negaba a beber era que disfrutaba a más no poder cuando había ingerido el
número de vinos necesarios para que su andar se volviera oscilante y su cuerpo diera
bandazos, de esa manera Anton, durante un rato, podía emular que estaba de
vuelta en el barco. En esos instantes Anton se sentía seguro, firme y
equilibrado, sólo en esos inestables instantes volvía a encontrar su centro de
gravedad.
Anton
golpea la mesa con el vaso vacío de vino. Se levanta ya pesado y se acerca a
Ramón para abonar lo consumido y quizás con la voz demasiado alta se despide
con un:
-¡Hasta
más ver compañeros!
Después,
con pasos que lo escoran a babor, Anton sale de la taberna soñando que, de
nuevo, está en cubierta y con la sonrisa de un niño Anton ha vuelto a navegar.